Tuve, como buen arribista, la suerte de leer Kitsch cuando aún se encontraba lejos de ser publicado. Llegó a mis manos, o a mi computadora, no por que fede y yo fuéramos sotaneros, sino por que le comenté, cuando fede aún se encontraba estudiando su maestría en Chile, que yo estaba escribiendo un texto poético titulado Airport, en el cual al fin estaba logrando plasmar mi experiencia como extranjero en Puerto Rico. Fue entonces que fede me comentó que él también tenía en el tintero un texto con título en ingles: Kitsch. Cuando me dijo de lo que trataba supe que el parecido de los textos se reducía al idioma de los títulos; y claro, a que ambos, a su modo, pretendían ser poesía. Es así como Airport, mi texto no nato, haciendo justicia a su nombre, me sirvió de puerto hacia Kitsch, ese otro puerto, donde el poeta puertorriqueño Federico Irizarry, hoy director de El Sótano 00931, nos invita a entrar desprovistos de máscaras y taparrabos.
Kitsch, el título, pende en la entrada como advertencia silenciosa: señores, la solemnidad está prohibida. No es sólo un rótulo, es la señal que advierte al lector de lo que hallará en el viaje. Kitsch aborda y plasma lo kitsch sólo para hacerlo visible, hacerlo público y así poder dispararle, a quemarropa, fuera del anonimato. Kitsch, disconformidad a flor de titulo, coordenadas sugerentes del registro poético.
Lo peor que puede dejar en mí la lectura de un texto no es que el texto no me guste sino que me deje completamente indiferente. Kitsch no sólo no me dejó indiferente, sino que me gustó. Por supuesto me gustó - no me gustó parece más un juicio gastronómico que estético, pero es un buen comienzo. Siempre he creído que las primeras lecturas terminan elaborando un juicio impresionista que oscila entre me gusta y no me gusta; y que luego, tras lecturas más sosegadas y sesudas, se transforma en un juicio literario que oscila entre buena y mala literatura.
Kitsch tras su máscara cotidiana deja entrever su esqueleto por venir. Kitsch tras arrancarnos una mueca, una sonrisilla, un desconcierto, queda rutilando como un sol a medio día, mostrándonos sus huesos poéticos y proteicos a plenitud. En este sentido la mueca resulta ser sólo una cortesía de la casa, la tarjeta fosforescente que invita a una lectura más sosegada. Uno corre el riesgo de contentarse y/o extraviarse con esa sonrisilla provocadora de Kitsch y perderse así irremediablemente el gran banquete de disconformidad que el poeta ofrece a lo largo de su ópera prima. Los vestigios proteicos de Kitsch dejados tras una lectura complaciente y/o desprevenida exigen una lectura arqueológica. Kitsch provoca en el lector una sonrisilla no por que Kitsch sea un chiste o sea una fiesta, sino por que desconcierta al lector (hipócrita) ¿A quién le gusta, en su sano juicio, que le recuerden y le enrostren aquello de lo que huye (in)conscientemente? ¿A quién le gusta que le recuerden lo que quiere olvidar y/o ignorar? Pero como Kitsch no es complaciente, ni pretende ser un bálsamo para un lector conformista y/o adocenado, se instaura como una onda de crítica impiadosa y acida que sopla contra la hipocresía y la banalidad, contra la degradación estética y ética, contra el status quo, contra la doble moral, tan bien institucionalizadas. Kitsch, en fin, devela una realidad latente que subyace bajo la parafernalia de nuestro doble discurso moral. Kitsch grita aquello que sufre y exige silencio. Kitsch es un grito inteligente, dialogante, sosegado, contra lo que la propia etimología de su nombre designa. Kitsch, paradójicamente, no es kitsch. Kitsch es un resorte comprimido que se libera contra lo kitsch. Los nervios de Kitsch no sirven sino para quebrarle los nervios a lo Kitsch. Y todo, bajo una atmosfera de cotidianeidad gracias a la irreverencia: ¿por qué la irreverencia, aunque temida y evitada, nos resulta siempre tan familiar? Entonces, si Kitsch es un viaje inesperado, no solicitado, que nos devuelve a la realidad que conocemos bien pero que (in)conscientemente ignoramos y/o solapamos y/o evadimos es natural que la fiel sonrisilla venga a nuestro auxilio, y amenace con congelarse en nuestro rostro.
Fede es un poeta irreverente, un poeta que desacraliza –¿mundaniza? – al poeta, deshipocritiza al lector. Fede es capaz de reírse de sí mismo; actitud que le otorga la licencia natural para mofarse del mundo. Y Kitsch es la prueba de que Fede ha dispuesto de esta licencia, tal como lo afirma Juanmanuel Gonzales Ríos en el prólogo: kitsch… es un atentado contra la seriedad o lo presuntuosamente serio.
Para muestra, el poema Camp, donde el poeta denuncia crudamente la lucha que los yuppies y las barbies nacionalistas libran desde la comodidad de el oscuro bar de izquierda con aire acondicionado bajo el ojo atento, pero descontextualizado y recriminatorio del ícono nacional puertorriqueño Albizu Camp(os). La Enérgica generación Medalla, que no deja el aula por la trinchera sino por el bar(eto), que no deja el libro por la metralla sino por la cerveza nacional, se ahoga en su propio discurso líquido y etílico mientras Albizu Kitsch, sorprendido, se va quedando sin fuego nutrido en la mirada.
Kitsch es poesía, sin duda, sobre papel; mientras Airport sigue padeciendo en mi computadora la incerteza de serlo o no serlo.
Salud poeta, qué saludable es (son)reír de uno mismo.
Kitsch, el título, pende en la entrada como advertencia silenciosa: señores, la solemnidad está prohibida. No es sólo un rótulo, es la señal que advierte al lector de lo que hallará en el viaje. Kitsch aborda y plasma lo kitsch sólo para hacerlo visible, hacerlo público y así poder dispararle, a quemarropa, fuera del anonimato. Kitsch, disconformidad a flor de titulo, coordenadas sugerentes del registro poético.
Lo peor que puede dejar en mí la lectura de un texto no es que el texto no me guste sino que me deje completamente indiferente. Kitsch no sólo no me dejó indiferente, sino que me gustó. Por supuesto me gustó - no me gustó parece más un juicio gastronómico que estético, pero es un buen comienzo. Siempre he creído que las primeras lecturas terminan elaborando un juicio impresionista que oscila entre me gusta y no me gusta; y que luego, tras lecturas más sosegadas y sesudas, se transforma en un juicio literario que oscila entre buena y mala literatura.
Kitsch tras su máscara cotidiana deja entrever su esqueleto por venir. Kitsch tras arrancarnos una mueca, una sonrisilla, un desconcierto, queda rutilando como un sol a medio día, mostrándonos sus huesos poéticos y proteicos a plenitud. En este sentido la mueca resulta ser sólo una cortesía de la casa, la tarjeta fosforescente que invita a una lectura más sosegada. Uno corre el riesgo de contentarse y/o extraviarse con esa sonrisilla provocadora de Kitsch y perderse así irremediablemente el gran banquete de disconformidad que el poeta ofrece a lo largo de su ópera prima. Los vestigios proteicos de Kitsch dejados tras una lectura complaciente y/o desprevenida exigen una lectura arqueológica. Kitsch provoca en el lector una sonrisilla no por que Kitsch sea un chiste o sea una fiesta, sino por que desconcierta al lector (hipócrita) ¿A quién le gusta, en su sano juicio, que le recuerden y le enrostren aquello de lo que huye (in)conscientemente? ¿A quién le gusta que le recuerden lo que quiere olvidar y/o ignorar? Pero como Kitsch no es complaciente, ni pretende ser un bálsamo para un lector conformista y/o adocenado, se instaura como una onda de crítica impiadosa y acida que sopla contra la hipocresía y la banalidad, contra la degradación estética y ética, contra el status quo, contra la doble moral, tan bien institucionalizadas. Kitsch, en fin, devela una realidad latente que subyace bajo la parafernalia de nuestro doble discurso moral. Kitsch grita aquello que sufre y exige silencio. Kitsch es un grito inteligente, dialogante, sosegado, contra lo que la propia etimología de su nombre designa. Kitsch, paradójicamente, no es kitsch. Kitsch es un resorte comprimido que se libera contra lo kitsch. Los nervios de Kitsch no sirven sino para quebrarle los nervios a lo Kitsch. Y todo, bajo una atmosfera de cotidianeidad gracias a la irreverencia: ¿por qué la irreverencia, aunque temida y evitada, nos resulta siempre tan familiar? Entonces, si Kitsch es un viaje inesperado, no solicitado, que nos devuelve a la realidad que conocemos bien pero que (in)conscientemente ignoramos y/o solapamos y/o evadimos es natural que la fiel sonrisilla venga a nuestro auxilio, y amenace con congelarse en nuestro rostro.
Fede es un poeta irreverente, un poeta que desacraliza –¿mundaniza? – al poeta, deshipocritiza al lector. Fede es capaz de reírse de sí mismo; actitud que le otorga la licencia natural para mofarse del mundo. Y Kitsch es la prueba de que Fede ha dispuesto de esta licencia, tal como lo afirma Juanmanuel Gonzales Ríos en el prólogo: kitsch… es un atentado contra la seriedad o lo presuntuosamente serio.
Para muestra, el poema Camp, donde el poeta denuncia crudamente la lucha que los yuppies y las barbies nacionalistas libran desde la comodidad de el oscuro bar de izquierda con aire acondicionado bajo el ojo atento, pero descontextualizado y recriminatorio del ícono nacional puertorriqueño Albizu Camp(os). La Enérgica generación Medalla, que no deja el aula por la trinchera sino por el bar(eto), que no deja el libro por la metralla sino por la cerveza nacional, se ahoga en su propio discurso líquido y etílico mientras Albizu Kitsch, sorprendido, se va quedando sin fuego nutrido en la mirada.
Kitsch es poesía, sin duda, sobre papel; mientras Airport sigue padeciendo en mi computadora la incerteza de serlo o no serlo.
Salud poeta, qué saludable es (son)reír de uno mismo.
Camp
Ven, levanta sin miedo esta manta.
Mira, este grumo de grasa y humores podridos
alguna vez fue importante para un hombre
y también se llamaba patria y delirios.
—Gottfried Benn—
Mira, este grumo de grasa y humores podridos
alguna vez fue importante para un hombre
y también se llamaba patria y delirios.
—Gottfried Benn—
Hagamos una revolución para divertirnos.
—D.H. Lawrence—
—D.H. Lawrence—
En el oscuro bar de izquierda
—ya sin fuego nutrido en la mirada—
tu agitado rostro reluce
desde el póster de una pared.
!Es la huelga del 34 y gritas!
Pero descontextualizado
en este bareto
no haces más que abrir la boca
para cantar canciones
de Jim Morrison o de Lou Reed;
en todo caso
para pedir heroicamente un trago.
En las mesas
hay jóvenes bellamente alborotados;
bajo luces de discoteca
todos discuten sobre ti.
Enérgica generación Medalla,
yuppies y barbies nacionalistas
que te reclaman,
divo de la nación,
como indiscutido salvapatrias,
cual peluche patriótico,
como una mascota revolucionaria.
En las mesas
hay jóvenes en aire acondicionador;
bajo luces de discoteca
todos discuten sobre ti,
Albizu Camp,
Albizu Pop,
Albizu Kitsh
—ya sin fuego nutrido en la mirada—
tu agitado rostro reluce
desde el póster de una pared.
!Es la huelga del 34 y gritas!
Pero descontextualizado
en este bareto
no haces más que abrir la boca
para cantar canciones
de Jim Morrison o de Lou Reed;
en todo caso
para pedir heroicamente un trago.
En las mesas
hay jóvenes bellamente alborotados;
bajo luces de discoteca
todos discuten sobre ti.
Enérgica generación Medalla,
yuppies y barbies nacionalistas
que te reclaman,
divo de la nación,
como indiscutido salvapatrias,
cual peluche patriótico,
como una mascota revolucionaria.
En las mesas
hay jóvenes en aire acondicionador;
bajo luces de discoteca
todos discuten sobre ti,
Albizu Camp,
Albizu Pop,
Albizu Kitsh
Robert Jara
Poeta y Músico peruano
Poeta y Músico peruano